Cine en las Arribes del Duero

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Mapa de La Ribera del Duero en 1641, durante la invasión portuguesa

Cascada del Remolino. ARRIBES DEL DUERO

viernes, 22 de febrero de 2013

Bajar al pueblo

Texto de Jesús María Figueira Conde.


En recuerdo de nuestros seres tan queridos, que nos han dejado este hueco, este vacío en nuestro corazón. Cada momento junto a ellos, sus imágenes, han quedado grabadas para siempre en nuestra memoria.
Juan Figueira 

“Bajar al pueblo”

El regresar cada verano al pueblo, era todo un acontecimiento anual en nuestra familia, al que mi madre dedicaba muchos preparativos durante una larga temporada; era también una conversación familiar diaria y continua. Para mi padre Juan, me imagino que no lo era tanto, porque solía quedarse durante los meses del verano sólo, trabajando en Bilbao, sin embargo, nunca decía nada. Tampoco nos decía que le gustara ir a Galicia, tanto es así, que no fui consciente hasta los 10 u 11 años de ser también descendiente de gallegos, mi “otra familia”.
Nada más llegar al pueblo, y no antes, tu madre te contaba el mote familiar, que era la forma de identificarnos, de “marcarnos” a los "forasteros", ya que en aquellos años 60 esto se tenía muy en cuenta. Bien sabía mi madre que nada más bajar a comprar me iban a preguntar…y así me ocurrió en la tienda de la Lumi, a donde entré a comprar garbanzos; una vez los pesó en una balanza muy moderna para aquellos años, me hizo la temida pregunta por debajo de aquellas gafas chiquititas: “soy hijo de Juliana la Dorotea –no me quedó más remedio que contestarla- aunque a mí me parecía todo aquello entrometerse en mi vida…enseguida me asoció con su hermana, mi tía Pepa.
El larguísimo trayecto desde Bilbao hasta Aldeadávila de la Ribera –con la ascensión al Tourmalet, llamado puerto de Barázar- podía significar llegar ya de noche con unas pesadas maletas de cartón endurecido, primero en el autobús de línea regular hasta Salamanca, después el coche de línea hasta Vitigudino, para continuar en un destartalado autobús con asientos de madera, hasta mi pueblo, y después subir andando desde las cocheras por la pesada cuesta de “la Bodega”: éste era el premio final de esfuerzo. Mi madre desde luego, era muy sacrificada.

Lo primero que hacía era encalar de blanco todas las paredes, ya que durante  el largo invierno habían ennegrecido, y desconchado los bajos de las paredes. Esta ingrata labor le llevaba dos días completos, con el pañuelo en la cabeza y tragando cal. Nos pedía a Juanjo y a mí que le ayudáramos, pero en cuanto podíamos, nos escaqueábamos con la pandilla del “Susi el mayor”, porque había otro Susi, "el chico”, que también participaba de sus juegos; además estaban, “el Eva", "Carlos”, Jose “el Tina”, y el Pirico.
Yo, en realidad, no pertenecía a la Pandilla del Susi, pero a donde iba mi hermano mayor, allí tenía que seguirle, como un perrito faldero. 
Con ellos aprendí a encontrar nidos y camadas de gatos, a fabricar utilísimas cerbatanas de las ramas de sauce, a disparar con arcos de las flexibles escobas, como si del indio Jerónimo se tratara, a dar pases de torero, a jugar a la peonza matona, a hacer carambolas con unas canicas de colores que me encantaban…cada día era interminable, y repleto de tantísimas sorpresas y juegos que se desconocían por completo en una gran ciudad, como era el Bilbao de los años 60. Nos olvidábamos por completo de qué hora era, y vivíamos inmersos en nuestro mundo interior, siempre rodeados de la naturaleza.
Nuestros padres nos obligaban a dormir la siesta, es lo que más me fastidiaba de todo, y quería llevarme coches de plástico diminutos para jugar en la cama, a la espera de que estuvieran ya dormidos nuestros padres: ésta era el momento de escaparnos de casa por la ventana de la habitación, pero había que traspasar el ruidoso portón de “la colaga”, ésta era la prueba más difícil, y el que despertaba a mis padres, recibía toda clase de improperios de su hermano…el destino, casi siempre, era la puerta del “Susi”; al resto de la pandilla no les sometían a semejante tortura…
En la “puerta de la Tía María ya estaba el avezado capitán con su compañía, quienes tenían ya perfectamente claras las instrucciones para el desarrollo de todos los juegos de la tarde: eran tan completas que daban para jugar hasta las 12 de la noche. Aprendí las características de innumerables insectos e invertebrados que nunca antes había visto: saltamontes, ranas, sapos, lagartijas, culebras, salamandras…y la temible, para mí, santa teresa…
Para esa hora del mediodía, la Tía María – la del Sebastián- ya había terminado de recoger la casa, y se disponía tranquila a comenzar sus tranquilas tardes de coser y punto, que es cuando verdaderamente descansaba, y al llegar los dos hermanos nos preguntaba si nos habíamos marchado de casa sin saberlo nuestros padres…conocía a mi madre, porque en realidad, a mi padre le daba lo mismo.

Un buen día, al llegar a la puerta de la Tía María, nos dijo que la pandilla estaba “atrás” en la finca…Juanjo y no les veíamos. Estaban todos dentro de una casita de piedra, que había surgido de la noche al día en la esquina más apartada, y a la que sólo le faltaba de poner un tejado. Las aventuras e historias que allí se contaban eran apasionantes.
Sentados todos en círculo, como en una tribu india, mirábamos a la cabecera, al norte, donde se sentaban los jefes sioux el Susi y el Carlos, que eran los verdaderos contadores de historias; una vez empezada la sesión, duraba toda la mañana y duraría todo el día o incluso me imaginaba que las vacaciones enteras, sino fuera porque nuestros padres se ocupaban de alimentarnos. A los dos hermanos sólo se nos cerraba la boca al oir la voz aguda de Nuestra madre Julia, claro que muchas veces, nos avisaban los compañeros, porque se nos había olvidado por completo. Otras veces, las mañanas pasaban en la sombra fresca de la puerta, y los poyos de la Tía María, y su marido, con una familia muy amplia. Los hermanos mayores del Susi se encontraban siempre trabajando, salvo la semana de fiestas.

Las tardes eran más movidas, abandonábamos la casita, y se recorría el barrio de punta a punta, casi siempre corriendo.
Un buen día descubrimos que “el Roque” había dejado unos novillos jóvenes en su “cortina” rodeada, como todas, de un paredón no muy alto. Allí, encaramados en la pared, y resguardados espiábamos día tras día los movimientos de la manada, donde pastaban, y sus costumbres, y sobre todo se hacían apuestas si alguno sería capaz de torearlos.
Hasta que llegó el momento de la decisión, no sé muy bien quién dio la orden, pero en fila india fuimos saltando el paredón sigilosamente, y adentrándonos en territorio enemigo, sin muleta ni nada, a las bravas, en un orden del más valiente al más cobarde. Yo fui el penúltimo en saltar al albero, ante las lógicas dudas de mi hermano, y ¡oh desgracia!, Juanjo se quedó entrampado en el paredón, por dentro de la supuesta plaza de toros. Susi y Carlos, mirando hacia atrás comenzaron a gritar, y Juanjo se azoraba aún más, yo intentaba rescatarlo…habíamos chafado la tarde de novillos.
Por la noche, era la hora del toreo de salón, unos hacían de maestro, y el resto de bravísimos novillos, siguiendo las indicaciones del novillero, que si no ves la muleta, que si no me entras, que estires los cuernos, el resto eran todos muy entendidos, y criticaban al novillo, o aplaudían a rabiar. Naturalmente, yo nunca puse dar pases, me tenía que limitar a estirar los brazos simulando tener unos cuernos tremendos y muy peligrosos, y nunca se me ocurrió cornear ni a los dos capitanes, ni al Pirico.
Nuevamente, a la voz de mi madre, se terminaba la novillada nocturna, y comenzaba la hora de las fascinantes aventuras de mi tío Valentín, alas que nunca faltaba mi padre.
Mi tío era otro gran “cuentista” de los muchos y buenos que abundaban en la Rivera, había vivido la guerra civil como chófer de camiones para el Estado Mayor, y pasado por la mítica Batalla del Ebro. Había llevado y traído tropas, y aprovisionamientos. Sentados en la acera veíamos como liaba parsimoniosamente su “ideal” –del que era raro que fumase dos en el día- e iba preparando el chisquero, atando primero el cordón. Movíamos la cabeza con admiración a cada ademán de sus manos,  y no empezaba la historia hasta que no lograba prender el interminable ideal. Sus historia no sólo versaban sobre generales, capitanes, y anécdotas con algún cargamento, sino muchas veces sobre contrabandistas, caranieros, la construcción de la famosa Torre mora, y el paso del mítico café portugués en esas noches de lobos, sobre aquellas aguas rugientes y embravecidas del Duero, como si del mismo río Bravo se tratara. Los carabineros de Aldeadávila eran muy malos, y lo que les ocurría, era que no les dejaban ganarse la vida a los míseros ribereños, que eran los “espaldas mojadas” de la frontera. Naturalmente, cada cosa, cada paraje, árbol, pájaro, cada pueblo tenía su nombre en nuestra antigua habla, que yo desconocía por completo…zangas, cortinas, casitas, Bruçó era Borsó, Lagoaça era La Guaza, Vilarinho la judía se convertía en Villarino, y así todo.
Muy rara era la conversación sobre política, en aquellos años de franquismo, y se entendía por “hablar de política” incluso cuando hablaran de economía, o de posibles mejoras en el pueblo, éste era el único momento en que mi padre intervenía, y nosotros bostezábamos. En los escasos ratos en que la historia paraba, nos tumbábamos en el suelo para mirar el cielo, eran unas noches casi sin iluminación y se descubría una Vía Láctea en la que podías contar a simple vista centenares de estrellas. Nuevamente era mi madre, la que ya de madrugada ponía orden en tanta imaginación infantil.
Y por fin, con las lluvias y primeros fríos de setiembre, llegaba la triste noticia, y veíamos cómo mi madre preparaba y llenaba con tristeza las pesadas maletas para el regreso. Una fría mañana de setiembre, estábamos los tres esperando el coche de línea junto al cementerio (mi padre, siempre muy trabajador, ya se había regresado a Bilbao); ¿ya marcháis?, era la pregunta inevitable, a modo de adiós de cada vecino montado en su mulo, y que se marchaban al campo a trabajar.

Con la cara pegada al frío cristal del coche de línea, y los ojos como benditos iba diciendo mi particular adiós a mi querido pueblo, cada casa, cada mujer que veía, le decía lo muy feliz que había sido áquel verano, mientras enfilábamos la recta hacia Corporario por aquellos caminos de Dios.
No era hasta llegar a Salamanca, y ver las torres de la Catedral cuando ya era consciente de haber abandonado un año más aquellos interminables veranos azules.

¡Ah, y esas tardes enteras trillando y escuchando las conversaciones de los mayores!





Fuente: villarinodelosaires.es





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